La verdad que eso no es lo que duele. Lo que jode realmente es la soledad. La miseria del día a día. La cotidianidad de quedarme conmigo. El reproche constante. La cena con velas y este vacío infranqueable de añares por motu proprio. Tendría que haber elegido lo de todos: el puchero, los pibes correteando, los reclamos de la bruja, pero no. Eso no era para mí. Cómo habría de ser para mí si estoy ausente hasta cuando me miro al espejo. Dicen que uno es más dichoso e incluso que hasta se viven más años con lo otro y no sé cuantos versos más de psicólogos cognitivos y desvíos estándar. Y no, sigo insistiendo, más bien confirmándome que no era. Pero vuelvo al cuarto, deshago la cama y se ve tan grande que me da por pensar que vivo equivocado. Este pucho en la mano que no suelta y la máquina de escribir entre mis adicciones patológicas.
Ayer llamó Ignacio, me pidió que salga un poco. Está tan preocupado por mí el pobre qué ya no sé qué decirle. Él está bien, y me alegro. Con Anita logran una envidiable perfección, se raspan la piel, se gruñen por impuestos, se olfatean por celos pero ahí están, olvidando las riñas todas las noches para cogerse de lo lindo y resolver sus dilemas.
La verdad, pude haber tenido esa suerte de conjunción prolongada también. Pero para eso hay que bancarse el juego. Muchos ni siquiera se dan cuenta. Creen que así es la vida, y no. Es una de las tantas cosas lúdicas a las que uno adhiere. Pantomima tributaria de espejo.
Siempre le decía a María que había que crear algo nuevo, ella asentía, pero no escuchaba, no profundizaba, y no la culpo. Realmente siempre me costó hacerme entender. Por puro ego nomás a veces creo que el otro tiene que leerme más allá de mis palabras, verme más allá de mi piel y lo cierto es que nada de eso sucede. Uno termina tomando por válido el juego y pelea como bruto queriendo derribar al contrincante. Cuando todo acaba viene el alivio, hasta que uno cae en la cuenta que, otra vez, se ha quedado solo.
Es momento de salir a la calle, mirar un poco este cemento que sostiene a los hombres. Empeñar el Rolex del viejo –el cual le dieron después de cincuenta años de laburo en una empresa- y mandarse a mudar. Francia, Grecia, Alemania, Austria, Italia y de vuelta a casa. Para encontrarme con mi cama de dos plazas y estirarme a gusto, auto- convenciéndome que no, que no era para mí. Descorchar un vino blanco, prender otro cigarro y escribir. Escupir cuánto sea para seguir viviendo con mis contingencias. Podría haber sido de otro modo, lo sé. Volver al pasado y saber que la pasamos bien, que María ríe cuando salpica el agua, que su panza está creciendo y la responsabilidad no es tanta. Que la alienación no quita creatividad como pensaba. Y hay puchero en este día tan frío, y conversamos en la mesa sobre cotidianidades diarias.
A Ignacio le salió redondo el negocio, María. Está tan contento que nos invitó a cenar el viernes. Y tal vez un buen tinto entre los cuatro –no me acostumbro a decir cinco, menos imaginándolo- hagan una agradable velada. Pero hay que volver temprano, porque, después de todo, la alienación no es para tanto, pero está presente. Y la responsabilidad no era tan pesada, pero presiona sobre la línea y el acto. Porque si yo me quedo sin sustento, el plato de arroz me lo como tranquilo, pero pensando en los tres –ahí lo dije-, ya pensando en los tres no se puede, María. Y ahí te invaden los miedos, viste. Y uno sale rajando de esa vida, y uno recuerda esas ganas impresionantes de volar sin tener que dar excusas ni tener que pedir permiso a nadie. Ni imaginarlo puedo, mi querida. Mejor me vuelvo al presente. Y estoy solo, claro. Te hablo como un loco que ha desarrollado recursos imaginarios. ¿Por qué pensás que la castigo tánto a la máquina? Esto es lo que hago, divago, creo, deliro y vivo de esto. De esta maldita escritura que se me impone por las noches y no suelta, no suelta. Escribo lo que no fue y no me arrepiento de nada, sabés. Es verdad que quizá no tiene sentido tampoco. Pero no es eso. Es lo que elegí y debieras respetarlo, tal como yo respeto que hayas elegido la familia, y no sea yo con el que te batís a duelo, con el que adherís al juego para que finalmente terminemos en una cama, como tantas noches que ya no son.
Ya es tiempo que dejes de enviarme estas cartas, María, así finalmente, dejo de contestar en mi mente lo que jamás te voy a responder.
Pero te digo la verdad, no son tus cartas lo que duele, sino esta soledad, esta cotidianidad de quedarme conmigo.
Lo que jode, realmente, es mi propio espejo al final del pasillo.
Ayer llamó Ignacio, me pidió que salga un poco. Está tan preocupado por mí el pobre qué ya no sé qué decirle. Él está bien, y me alegro. Con Anita logran una envidiable perfección, se raspan la piel, se gruñen por impuestos, se olfatean por celos pero ahí están, olvidando las riñas todas las noches para cogerse de lo lindo y resolver sus dilemas.
La verdad, pude haber tenido esa suerte de conjunción prolongada también. Pero para eso hay que bancarse el juego. Muchos ni siquiera se dan cuenta. Creen que así es la vida, y no. Es una de las tantas cosas lúdicas a las que uno adhiere. Pantomima tributaria de espejo.
Siempre le decía a María que había que crear algo nuevo, ella asentía, pero no escuchaba, no profundizaba, y no la culpo. Realmente siempre me costó hacerme entender. Por puro ego nomás a veces creo que el otro tiene que leerme más allá de mis palabras, verme más allá de mi piel y lo cierto es que nada de eso sucede. Uno termina tomando por válido el juego y pelea como bruto queriendo derribar al contrincante. Cuando todo acaba viene el alivio, hasta que uno cae en la cuenta que, otra vez, se ha quedado solo.
Es momento de salir a la calle, mirar un poco este cemento que sostiene a los hombres. Empeñar el Rolex del viejo –el cual le dieron después de cincuenta años de laburo en una empresa- y mandarse a mudar. Francia, Grecia, Alemania, Austria, Italia y de vuelta a casa. Para encontrarme con mi cama de dos plazas y estirarme a gusto, auto- convenciéndome que no, que no era para mí. Descorchar un vino blanco, prender otro cigarro y escribir. Escupir cuánto sea para seguir viviendo con mis contingencias. Podría haber sido de otro modo, lo sé. Volver al pasado y saber que la pasamos bien, que María ríe cuando salpica el agua, que su panza está creciendo y la responsabilidad no es tanta. Que la alienación no quita creatividad como pensaba. Y hay puchero en este día tan frío, y conversamos en la mesa sobre cotidianidades diarias.
A Ignacio le salió redondo el negocio, María. Está tan contento que nos invitó a cenar el viernes. Y tal vez un buen tinto entre los cuatro –no me acostumbro a decir cinco, menos imaginándolo- hagan una agradable velada. Pero hay que volver temprano, porque, después de todo, la alienación no es para tanto, pero está presente. Y la responsabilidad no era tan pesada, pero presiona sobre la línea y el acto. Porque si yo me quedo sin sustento, el plato de arroz me lo como tranquilo, pero pensando en los tres –ahí lo dije-, ya pensando en los tres no se puede, María. Y ahí te invaden los miedos, viste. Y uno sale rajando de esa vida, y uno recuerda esas ganas impresionantes de volar sin tener que dar excusas ni tener que pedir permiso a nadie. Ni imaginarlo puedo, mi querida. Mejor me vuelvo al presente. Y estoy solo, claro. Te hablo como un loco que ha desarrollado recursos imaginarios. ¿Por qué pensás que la castigo tánto a la máquina? Esto es lo que hago, divago, creo, deliro y vivo de esto. De esta maldita escritura que se me impone por las noches y no suelta, no suelta. Escribo lo que no fue y no me arrepiento de nada, sabés. Es verdad que quizá no tiene sentido tampoco. Pero no es eso. Es lo que elegí y debieras respetarlo, tal como yo respeto que hayas elegido la familia, y no sea yo con el que te batís a duelo, con el que adherís al juego para que finalmente terminemos en una cama, como tantas noches que ya no son.
Ya es tiempo que dejes de enviarme estas cartas, María, así finalmente, dejo de contestar en mi mente lo que jamás te voy a responder.
Pero te digo la verdad, no son tus cartas lo que duele, sino esta soledad, esta cotidianidad de quedarme conmigo.
Lo que jode, realmente, es mi propio espejo al final del pasillo.